Cuando el 26 de agosto del 2002 Dick Cheney, vicepresidente
de los Estados Unidos, afirmó que “No hay dudas de que Saddam Hussein tiene
armas de destrucción masiva. No hay dudas de que está haciendo acopio de ellas
para usarlas contra nuestros amigos, contra nuestros aliados y contra nosotros”,
todos supimos que el imperio se alistaba para emprender una nueva guerra: la
guerra de Irak.
La escusa estaba al alcance de la mano, la supuesta
presencia de armas de destrucción masiva era un motivo más que suficiente como
para que el gobierno liderado por George Bush se lanzara a una nueva contienda
bélica. Y así lo hizo, a comienzos del 2003, los aviones y los misiles asesinos
yanquis comenzaron a castigar las posiciones militares y civiles iraquíes.
La guerra, que según los generales agresores debía durar
unas pocas semanas, ya lleva casi una década, debido a la resistencia popular
que la invasión ha despertado en la población local. Si bien los yanquis
ocuparon en poco tiempo la capital del país, Bagdad, y lograron capturar y
asesinar a Saddam Husein, la guerra se extendió en el tiempo en formato de
guerra de guerrillas y ataques terroristas.
La guerra de Irak, además, generó cientos de miles de
muertes inocentes, en su mayoría civiles iraquíes que cayeron víctimas del
eufemismo que se instaló en esta época: los daños colaterales. Los cálculos más
conservadores, hablan de medio millón de muertos contra sólo 5.000 soldados
invasores caídos.
El desastre humanitario en Irak fue, desde la perspectiva de
los invasores yanquis, una consecuencia mínima para el gran objetivo que tuvo
la campaña: apropiarse del petróleo iraquí como forma de evitar los altos
costos por el aumento constante en el precio del crudo.
Claro que, hasta aquí, nada supimos de las armas de
destrucción masiva que, supuestamente, tenía Saddam Husein en cantidades
suficientes como para desatar un holocausto nuclear en todo el mundo. Es más,
algunos se han olvidado que esa había sido la excusa para lanzar el ataque.
Pablo Camogli