En cualquier país del mundo la salud del
primer mandatario es una cuestión de Estado. Pero en la Argentina
resultó el argumento para una morbosa novela de verano carente de los
más mínimos límites éticos.
El gobierno informó desde un primer momento con sobriedad sobre la
enfermedad que padecía la presidenta Cristina Fernández de Kirchner. No
inventó un diagnóstico inquietante que felizmente no se constató luego
de la operación quirúrgica, sino que lo transmitió. No ocultó
información, ni dramatizó. Pero está claro que cuando se le quiere
encontrar la quinta pata al gato, no hay modo de evitarlo. Si se hubiera
intentado maquillar un diagnóstico que siempre genera alarma, hubieran
dicho que se le ocultaba la verdad al pueblo. Pero como el supuesto
cáncer no se verificó luego de la operación, algunos medios sugieren que
hubo utilización política de la enfermedad. A veces hasta parecen
lamentar que no haya sido cáncer. Pocos reparan, con un mínimo de
piedad, en lo que ocurre en la cabeza de una persona a la que se le
anuncia que tiene cáncer. Ni siquiera tranquiliza totalmente el hecho de
que las estadísticas médicas indiquen que, en la enorme mayoría de los
casos, ese tipo de cáncer no lleva a la muerte.
Porque el paciente no sabe si integra el lote numérico mayoritario
de los que siguen viviendo, o el de la minoría, que se muere. Pero se
sabe que cuando se disputan poderosos intereses, las cuestiones
humanitarias son nimiedades pocos dignas de ser tenidas en cuentas.
La enfermedad y el reposo de la presidenta puso de manifiesto que si
ella no está en el centro de la escena no hay quién tome la iniciativa
política. Mostró una vez más que la oposición sólo reacciona frente a
las propuestas oficialistas. Esperan que Cristina Fernández mueva un
dedo para salir a decir que no es correcto, o que, en realidad, lo hizo
para favorecer oscuros intereses. Desde hace años la oposición corre
detrás de las iniciativas del gobierno y este tórrido verano no parece
ser la excepción. Como lo único que hace ahora Cristina Fernández es
reponerse de su enfermedad, emerge un coro mediático que –tras un curso
acelerado de Medicina– cuestiona el diagnóstico y la intervención
quirúrgica, como si todo fuera un perverso montaje oficialista. O como
si la paciente y los médicos que la atendieron, estuvieran encantados
con la extirpación de una glándula.
Es cierto que las desventuras de los gobernantes suelen tener un
impacto positivo en la consideración de los gobernados. ¿Pero cuál sería
el rédito de simular la existencia de un cáncer para luego desmentirlo?
La corporación mediática está defendiendo posiciones dominantes y
apela a todas las mañas. Intenta sostener jugosos negocios a como dé
lugar. Pero la dirigencia política opositora sigue colgada de esa
vanguardia y parece no haber escarmentado con el cachetazo electoral
asestado luego de cuatro años de trabas y enfrentamiento sistemático.
Puede estar en discusión si la estrategia del gobierno frente a la
crisis internacional es una reasignación de recursos o un ajuste liso y
llano. Y también puede cuestionarse a la ley antiterrorista por falta de
claridad. O reclamar una reforma financiera y tributaria que apunte
hacia una mayor equidad.
Pero si la presidenta no puede siquiera
enfermarse, es porque no hay lealtad política ni honestidad intelectual
en muchas de las críticas. Prima en cambio ese odio visceral que
históricamente cegó a los gorilas y que jamás les permitió aceptar el
contenido popular del peronismo. Ese odio histórico no sólo exhibió la
peor cara de la derecha, lo cual es comprensible por lo que perdió, sino
que además condenó a la izquierda clásica a las márgenes de la
política. En lugar de reproducir las sospechas por la operación de
Cristina Fernández, los máximos dirigentes socialistas de la actualidad
–como Hermes Binner– deberían preguntarse por ejemplo por qué un partido
que ha entronizado decenas de gobiernos en el mundo, no constituye en
la Argentina una opción real de poder. Los socialistas intentan
nuevamente acercarse a la Unión Cívica Radical (UCR), después de haber
roto la alianza en las últimas elecciones y haber sumado sectores de
centroizquierda al Frente Progresista. Buscan en el centro ideológico
mayor caudal electoral. Tal vez no les quede otro espacio para ampliar
su base de apoyo, pero lo peor que podrían hacer es construir sobre la
bases del odio. ¿Cuánto tendrá que ver en esa histórica debilidad
política haber integrado el bloque de los que escribieron en un muro
“Viva el cáncer” cuando Evita agonizaba?
El kirchnerismo rescató las mejores tradiciones del peronismo:
redistribución de ingresos, consumo popular y contención social para los
más vulnerables. Pareciera que simultánemente eso produce las peores
reacciones en quienes no toleran al populismo por una cuestión de piel e
intereses.
El catastrofismo y la mendacidad empleada en la información sobre la
sequía, es otra muestra de lo que produce ese cóctel de intereses y odio
político.
Nadie salió aquí a pintar “Viva la sequía”, pero la satisfacción por
la ausencia de lluvias que podría haber provocado una catástrofe, se
adivinaba en algunos comentarios. Cuando felizmente llovió, no hubo
grandes titulares.
Los dirigentes ruralistas se dedicaron directamente a sacar provecho
de la situación: reclamaron la suspensión de las retenciones a las
exportaciones agrícolas y dramatizaron la situación con la distribución
de una foto de vacas muertas que fue publicada en distintas provincias
como si hubiera sido tomada en lo campos de esa región.
Los mismos que se negaron a pagar más tributos al estado si el
negocio marchaba bien, en consonancia con las retenciones móviles de la
resolución 125, le piden al Estado que los ayude, cuando el negocio
puede no ser tan suculento. Son liberales cuando les toca ganar y
estatistas cuando pueden perder.
El gobierno anunció que no habrá un
reparto generalizado, sino que dispondrá un fondo de 500 millones de
pesos para atender puntualmente a los chacareros más perjudicados. No
sería congruente que el Estado regara ahora indiscriminadamente con
dinero los campos de quienes desde hace años realizan una actividad
altamente rentable, en momentos en que se eliminan subsidios y se
reducen gastos fiscales, como ocurre con la poda de contratos a
científicos en el Conicet. Por otra parte, el pedido de los ruralistas
resulta claramente contradictorio, ya que si la sequía hubiera arrasado
los campos, como afirmaban apresuradamente algunos productores rurales
antes de la lluvia, no habría obviamente exportaciones, ni tampoco las
consiguientes retenciones.
Los dos episodios del año –la operación presidencial y la sequía– no
hicieron más que exhibir una vez más la necesidad de multiplicar los
medios de información para evitar el engaño e industrializar el país,
para evitar, tanto la dependencia del clima como los periódicos
chantajes rurales.
Alberto Dearriba