Vista en retrospectiva, la decisión de adjudicar el Premio Nobel de
la Paz a la Unión Europea no debería haber resultado sorprendente, ya
que ha sido fruto de una larga y exitosa campaña de presión. Desde los
mismos inicios de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero en 1951,
la prioridad número uno de la integración europea ha sido evitar la
guerra.
Sin embargo -tal y como comentó por Twitter el Canal 4 de Noticias de
Reino Unido tras el anuncio- la concesión del galardón en 2012 parece
una cruel ironía si se tienen en cuenta los recientes enfrentamientos
violentos en Atenas y en España causados por el anuncio de nuevas
medidas salvajes de austeridad. Italia está presidida por un primer
ministro tecnócrata no elegido democráticamente –un antiguo comisario
europeo- nombrado con el fin de promulgar medidas de estabilidad que
aseguren el futuro de la eurozona. A diferencia del comité que otorga
los Nobel, los ciudadanos europeos que abarrotaron el acto que presidí
en la librería londinense Foyles esta semana, bajo el título "Disturbios
y revoluciones: ¿jóvenes radicales europeos?", no creían vivir en el
"continente de la paz".
Incluso los principales valedores de la UE parecen haberse empeñado
últimamente en menospreciar sus posibilidades de éxito. El año pasado,
Angela Merkel advertía de que "no deberíamos dar por sentado que vayamos
a tener paz y riqueza en Europa en el próximo medio siglo". Por su
parte, el viceprimer ministro británico Nick Clegg avisó el pasado mes
de mayo de que Europa estaba potencialmente expuesta al "desastre...
[provocado por] una serie de movimientos nacionalistas, xenófobos y
extremistas".
Toda esta historia resuena de un modo familiar. Aunque la crisis haya
servido para poner de relieve este tipo de avisos, en los días felices
anteriores a la quiebra ya surgían en Bruselas parecidos comentarios de
tintes oscuros. Los ciudadanos de Francia, Países Bajos e Irlanda
mostraron una tendencia destructiva parecida al rechazar con su voto la
Constitución Europea y el muy similar Tratado de Lisboa, a pesar de que
entonces los analistas publicaran libros con títulos como "Por qué
Europa liderará el siglo XXI".
Está claro que no se trata de la primera decisión polémica, incluso
desconcertante, dentro del historial de los premios Nobel de la paz. Al
igual que con Barack Obama, que obtuvo el galardón cuando apenas
comenzaba a instalarse en el Despacho Oval, la decisión se considera
simbólica: una muestra de fe y esperanza en que Europa sabrá capear el
temporal que se avecina. Como la UE no ha conseguido ofrecer a sus
ciudadanos una visión alentadora del futuro europeo, construida sobre un
patrimonio rico y un gran potencial económico, su ejército de
tecnócratas y burócratas solo cuenta con el papel histórico desempeñado
en el mantenimiento de la paz durante la Guerra Fría para convencer a la
gente, aunque desplace a sus dirigentes electos.
Así como el premio a Obama –tras un ciclo en el gobierno en el que se
han intensificado los ataques de aviones no tripulados sobre Pakistán-
inspira en la actualidad más cinismo que indignación, existe el peligro
de que la respuesta al Nobel sea exclusivamente de incredulidad. El
euroescepticismo se ha convertido en la postura más popular por defecto
entre los comentaristas que, con anterioridad a la crisis de la
eurozona, ya denunciaban encantados las sospechas de tendencias
antidemocráticas, como xenofobia y racismo, en la institución. Ser
contrario a la UE, se nos repetía incesantemente, equivalía a ser
antieuropeo, a querer hacer retroceder el continente a los años más
oscuros del siglo XX. La famosa sentencia de Yeats, "el centro no se
sostiene", se ha convertido en una cita al uso entre quienes observan el
aparente renacimiento de una nueva ultraderecha por toda la Europa
continental, y su deseo de sostener al centro les impide ocasionalmente
ver las particularidades nacionalistas de tales movimientos populistas
limitándose a establecer un fácil paralelismo con la situación en la
década de los treinta.
El premio puede considerarse en parte como una iniciativa para
intentar recuperar el elevado valor moral de la eurofilia, ya que
mostrarse contrario a la forma actual de una institución política sería
aparentemente estar en contra de la paz y ser antieuropeo. Ahora es más
importante que nunca que los proeuropeos contrarios a la UE estén a la
altura del desafío y reclamen intelectualmente los elementos progresivos
de conceptos por mucho tiempo menospreciados como la soberanía
nacional. No es una tarea fácil y para realizarla es preciso que
exijamos cuentas a nuestros propios gobiernos nacionales. Las
autoridades han utilizado demasiadas veces la excusa de Bruselas a la
primera de cambio para evadir las responsabilidades sobre políticas y
decisiones impopulares.
Nos encontramos muy lejos de la "primavera europea" que algunos
comentaristas entraron a discutir cuando Hollande ganó las elecciones en
Francia con la promesa de oponerse a la austeridad europea. Aún así, si
en lugar de atragantarse con su brioche, escupir su cafe latte o
arrojar su aceite de oliva contra la pared, los ciudadanos europeos
pudieran canalizar su perplejidad hacia una crítica seria de lo que es
la UE y cuál es su rumbo futuro, en ese caso aún podrían existir razones
para un prudente optimismo.
Dave Bowden
The Independent - Gran Bretaña
traducido por Paco Muñoz de Bustillo