Esta historia comienza hace tres años cuando llegaron a su casa un grupo de personas diciéndole que querían censarla porque le iban a regalar una casa. ¡¿Una casa?! Sí, una casa, leíste bien. Norma con gusto y soñando a que quizás le estaban diciendo la verdad acepto la propuesta. Su marido, en cambio, no tuvo la misma confianza que ella, al igual que muchos vecinos que aseguraban eran propuestas políticas de campaña que nunca se concretarían.
Sandra, la trabajadora social que ayudo a afirmar en Norma la esperanza de una casa, visitaba el barrio muy seguido brindando soluciones a algunos de los problemas que se encontraban allí. Norma la acompañaba en sus recorridas, conociendo las diferentes situaciones en las que vivían sus vecinos de siempre. “Aprendí a ser solidaria” afirmó, al mismo tiempo que mencionaba con un tono de cierta sorpresa “¡comió en mi casa!”, haciendo referencia a la humildad de esta trabajadora que al igual que otras pocas personas que tienen a su alcance la posibilidad de ayudar a los que necesitan sí se percatan de su existencia y están ahí para socorrerlos en sus carencias.
Un día, Sandra la invito a ir hasta el que sería su nuevo hogar con la condición de que luego volverían. Norma acepto hasta que entro en aquella vivienda diciendo “ay Sandra, no quiero volver, me quiero quedar”. Fue entonces cuando la trabajadora social le prometió que sería una de las primeras en mudarse a su nuevo barrio. Ese lunes, Norma estaba lista con sus cuatro hijos esperando que el camión de la municipalidad los vinieran a buscarlos a ellos y a sus otros vecinos. Su marido, en ese momento no pudo colaborar porque estaba trabajando.
El, al que nunca lograron convencer de que alguien alguna vez le iba a regalar una casa, esa misma noche piso el nuevo barrio, que a partir del 17 de agosto quedó oficialmente inaugurado junto a aquellas casas “de no creer”, caminó hasta lo que le dijeron que sería su nuevo refugio, entró y se quebró en llantos de alegría, incertidumbre y quién sabe qué otro sentimiento más. El, solo logro decir “al fin vas a tener lo que yo nunca te podría dar”.
Cada palabra, intentado describir de la mejor manera la emoción y la alegría que Norma estaba viviendo, parecía una de esas novelas que siempre terminan “ y vivieron felices para siempre", pero esta vez era la realidad que había golpeado su puerta. Continuó con su historia diciendo “la primer noche no pude dormir; mi marido me decía: dormí mujer pero le respondí que no podía, a lo que él agrego: yo tampoco”. El regocijo invadió tanto sus vidas que decidieron levantarse, se prepararon unos mates y se sentaron en el hall, y para su sorpresa no fueron los únicos que al no poder pegar un ojo se fueron a sentar afuera.
En su relato mencionó cosas tan comunes pero que a ella la hacían inmensamente feliz, como por ejemplo tener una pileta para lavar los platos y disfrutar de una cómoda almohada. Es que de tener su antigua morada de solamente un ambiente, en donde compartían sus vidas entre los seis, sin poder disfrutar de la adecuada privacidad que cada uno de ellos se merecía, a pasar a tener tres habitaciones, un buen y lindo piso, entre otras de las tantas cosas bellas de la casa, es un cambio muy significativo al punto de que una de sus niñas, en su hermosa inocencia exclamó “mami, somos ricos”.
Hoy, Norma está disfrutando otro milagro que Dios les está regalando: el de una hogar digno. El primero fue haberse sanado de un cáncer de hueso, con el diagnóstico médico de la amputación de su brazo izquierdo como algo inevitable, pero una vez más la fe y la esperanza jugaron con más fuerza.
Hoy, Norma es testigo de un sueño que se les hizo realidad a cincuenta familias. A pesar de los tintes grises que tuvo este proyecto, gracias a los palos en las ruedas que las distintas circunstancias supieron poner en el camino y a los que aprovecharon para hacer mala política con esos palos, son “Sueños Compartidos” que cambiaron sus vidas para siempre.
¡Gracias madres!
por Mirian Leon