El 1° de marzo de 2010, en la apertura de sesiones del
Congreso, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner advirtió de
movida: “Quiero aclararles que yo voy a hablar del país real”.
En los últimos días de aquel verano, los festejos del Bicentenario solo
estaban en la cabeza de sus organizadores y a ambos lados de la
Argentina la situación era diametralmente opuesta. Cruzando el Plata,
Uruguay celebraba la asunción del presidente José Mujica. Del otro lado
de los Andes, Chile sufría el dramático terremoto que arrojaría cientos
de víctimas y daños millonarios. Mientras, la escena política local
matizaba el estío discutiendo acerca de la pertinencia del uso de las
reservas del Central para pagar deuda. Martín Redrado, entonces titular
del BCRA, era la estrella elegida por el establishment para defender sus intereses y oponerse a la decisión del gobierno nacional.
Cristina continuó diciendo aquel día: “he
advertido que en los últimos tiempos han surgido como dos países: un
país real que ha permitido que por ejemplo se batan records, como no se
daba en años en materia de esparcimiento afortunadamente en nuestra
población, en nuestras playas, en nuestros centros turísticos, compras,
etcétera; y otro país al que yo denomino país virtual o mediático en el
cual suceden cosas horribles, en donde nada está bien, en donde todo
está mal.”
La categórica victoria del kirchnerismo en las
elecciones primarias del domingo último es también el triunfo
(¿definitivo?) del país real sobre aquel país virtual. La superioridad
de las cifras tanto en términos absolutos como relativos (más de 38
puntos sobre los “terceros” Alfonsín y Duhalde) parece indicar, entre
varias cosas, que la mayoría de la gente ya no quiere sostener una
discusión absurda entre lo que pasa y aquello que le dicen que pasa. El
50,07% de los votos obtenidos por CFK ratifican el viejo adagio según
el cual las cosas son como son, y no como (algunos creen que) deberían
ser.
Fin de ciclo
El default ideológico y político de
las fuerzas opositoras se transparentó en sus escuálidos guarismos y
también en el colapso de su discurso. La lluvia de votos del 14 de
agosto ni siquiera dejó resquicio para ese latiguillo que pretendía
esconder una derrota pontificando que “el 70% (o el 60 o el número que
cupiera ese día) de la gente votó contra los K”. Aquel atajo que
prometía implícitamente un imposible (que ese 70 o 60 podría unirse a
futuro contra los K) tampoco funcionó en la noche del domingo. El
artilugio de la legitimidad segmentada made in
Carrió de 2007 es otro mito demolido en las primarias. Cristina ganó en
las grandes urbes y en los pueblos. En todos los sectores sociales. En
todos los segmentos etarios.
Las palabras y los gestos erráticos de las horas
posteriores al cierre del escrutinio confirmaron el clima de fin de
ciclo. La excepción fue Alberto Rodríguez Saa, quien de buen talante
destacó sus logros (el triunfo en San Luis, los segundos puestos en
Mendoza, La Rioja y San Juan), felicitó a la presidenta, reconoció que
esperaba mejores resultados y hasta gastó a su enemigo íntimo Eduardo
Duhalde. El resto de los opositores se fue al pasto. Los candidatos
movían sus labios y sonreían pero sus mensajes estaban fuera de sincro.
No respecto del video, sino de la realidad. En la Coalición Cívica, no
se oyó la verba incontinente de su líder. Apenas hubo lugar en el podio
para (tal vez) el primer acto público revestido de dignidad de Adrián
Pérez, quien tuvo que poner la caripela ante la ausencia impresentable
de su jefa y solo atinó a admitir el bochorno electoral. Alfonsín y De
Narváez fueron zombies sin registro de los datos oficiales, dando
discursos para una elección que no fue. Duhalde, con una expresión un
tanto ida, explicó que a los bunker solo llegan
las buenas noticias, pero no pudo dar ninguna. Y más tarde se enroscó
en un insólito y patético reclamo de fraude. Binner dejó entrever que
tiene tanto de futuro como la gomina Brancato y los diskettes.
Rodeado de aliados exageradamente felices (quizá no festejaban el 10%
obtenido sino el haber huído a tiempo de la debacle de Proyecto Sur),
el santafesino enhebró (por ser magnánimos) en su discurso la necesidad
de “nacionalizar el gobierno” (?), una referencia enrevesada sobre los
niños y una apelación a “la fuerza del campo”. El antiperonismo y el
almidón de Binner son tan anacrónicos como su utopía: ser el candidato
más blanco de la Argentina blanca ya no mide en un país donde el 70% de
las personas elige postulantes de origen justicialista.
Ni progres ni fascistas, egoistas
Otra verdad de hierro que las PASO pusieron en cuestión
es la intrínseca repulsión de los capitalinos hacia cualquier expresión
electoral de tinte peronista. El 63 y pico por ciento que eligió a
Cristina, Duhalde o Rodríguez Saa confirma el carácter pragmático del
voto porteño, que no duda en optar por quien cree que representará sus
intereses por más cara de peruca que tenga. “Ni progres ni fascistas: egoístas”,
podría ser la consigna de un electorado que confirma lo manifestado en
los dos turnos de julio cuando reeligió a Macri. Los porteños votan (o
creen votar) en defensa propia, con más cálculo que audacia. Inclusive,
dejando de lado prejuicios atávicos. Los sufragios paquetes que les
dieron a Duhalde-Das Neves la victoria en Recoleta o Núñez lo
confirman, al igual que los vecinos de la Comuna 14 votando masivamente
hace un mes al hijo de Corach.
Mientras esto ocurría en Ciudad Gótica, el líder del
PRO navegaba por las mansas aguas europeas, lo más lejos posible del
revoleo de esquirlas opositoras. El diario del lunes ratificó el
acierto del jefe de gobierno en apostar a su reelección y abrirse de la
pelea nacional. Al preservarse de la debacle de sus pares de otras
fuerzas, ahora es la figura más relevante de la oposición, apoyado en
el contundente respaldo que recibió en las urnas hace semanas. Dice muy
bien acá: “fue
el único dirigente opositor al que Cristina se dirigió después de la
elección, reconociéndolo (y no reconociendo a los demás) como un
interlocutor válido de cara al futuro”. Y agregamos: en
calzoncillos o en bermudas, al hablar y hacer públicos sus diálogos de
salutación tras sus respectivos triunfos, Macri y Cristina se
legitimaron mutuamente. Aceptaron (finalmente) la existencia del otro a
pesar de sus deseos. Ambos (y en particular sus partidarios) ya
probaron amargamente que descalificar al rival no sirve para ganarle en
las elecciones. No será al grito de “Macri es Menem”
ni tirando al otro del tren que lograrán prevalecer. Pasaron de
pantalla. Es otro dato que contribuye a derribar viejos paradigmas y
abona la hipótesis de una nueva etapa. No es para menos. La crisis de
2001 va camino a cumplir una década y el menemismo está por ingresar en
los asuntos de los manuales de historia. El kirchnerismo y el macrismo
nacieron casi juntos en 2003. Parece que tendrán bastante que decir
acerca del futuro próximo.
El país real tiene sus cosas, ojota
Desde la misma noche del 14 de agosto, Cristina
Fernández de Kirchner transmitió un discurso que apeló a la humildad, a
la continuidad del trabajo y del compromiso con el proyecto nacional
que encabeza su gestión. Horas más tarde, reclamó al parlamento el
pronto tratamiento de la ley de tenencia de tierras, demostrando que no
duerme en los laureles ni se desenfoca a pesar de las mieles del éxito
político.
Seguramente tenga más claro que nadie que el país real que
mayoritariamente le dio su aval de cara a las elecciones de verdad, las
del 23 de octubre, no cree en un nirvana K ni se aprendió de memoria el
libro Tres banderas de GESTAR.
El país real dijo que quiere seguir así. Y “así” significa resolviendo
problemas, progresando, ampliando sus derechos, ensanchando los
márgenes de justicia y de seguridad, discutiendo salario con el trompa,
no haciendo la plancha, con un mango en el bolsillo. Y “así” también
implica que seguirá pataleando por la inflación que le corre con
ventaja (y que erosiona gravemente la AUH). Que seguirá puteando porque
la escuela y la salud pública no mejoran. Porque el transporte es un
quilombo. Porque el interior sigue estando lejos y obliga muchas veces
a desarraigarse rumbo a la capital. Porque quince personas perdieron la vida en enfrentamientos con policías
o fuerzas de choque en el último año. Que seguirá reclamando por la
minería a cielo abierto, por el choreo, por los impuestos, por la
desigualdad y por ese núcleo duro de pendejos que hace bocha no
estudian ni trabajan y al que nadie sabe bien cómo carajo darle una
mano. Ambas dimensiones componen la misma decisión. Porque ese país
real también eligió nítidamente que Cristina Fernández de Kirchner es
quien mejor puede escuchar y entender sus pesares.
Descifrar ese mensaje puede resultar muy útil para
evitar disputas estériles y no perder tiempo peleando con fantasmas que
desde este domingo pasaron a mejor vida. Pasamos de nivel. Se abren
nuevos desafíos y los viejos quizá se presenten con otras ropas más
sofisticadas. Las próximas batallas no se ganan pateando al muerto. Hay
que afinar los instrumentos. Si la mitad más uno banca, es hora de
hacer más que de convencer. Falta mucho, y los argentinos manifestaron
con claridad quién desean que encabece la tarea. Se entiende: si Néstor
nos llevó del infierno al purgatorio, ¿cómo no ilusionarse con que
Cristina nos arrime aunque sea a un par de cuadras del paraíso?