El jueves por la noche se produjo uno de esos instantes borgeanos que
permiten ver o vislumbrar la posibilidad de un destino colectivo. La
foto es inusual para un país que se ha alimentado con desencuentros y
discordias. La imagen clara del Pacto Social es la de la presidenta de
los argentinos, Cristina Fernández, flanqueada por el titular de la UIA,
José Ignacio de Mendiguren, y por el secretario de la CGT, Hugo Moyano.
Estado y grupos sectoriales supuestamente antagónicos se reunieron para
festejar el Día de la Industria. Y lo hicieron –la locación no es vana–
en la muestra Tecnópolis, la niña mimada del gobierno.
El mensaje de la
foto es clarísimo: Pacto Social en la exposición más impactante de lo
que fuimos y podemos ser capaces los argentinos en materia de ciencia y
tecnología; unidad nacional para el crecimiento productivo
–industriales, productores agropecuarios y trabajadores– y, sobre todo,
para el disfrute de todos los argentinos gracias a un modelo de
producción de riqueza pero también de redistribución de lo acumulado.
La Argentina ha vivido en los años noventa, gracias a un neoliberalismo descontrolado, un brutal proceso de transferencia de recursos y riquezas de amplias mayorías al capitalismo concentrado y monopólico. Es decir, no sólo ganaron en aquellos años la pulseada los sectores de la especulación financiera y el área de servicios, sino que al interior de esos rubros obtuvieron mayor rendimiento las grandes empresas en detrimentos de las pequeñas y medianas que no podían hacer frente a la arrolladora lógica monopolizadora del mercado desatado a sus propias fuerzas maléficas.
La Argentina ha vivido en los años noventa, gracias a un neoliberalismo descontrolado, un brutal proceso de transferencia de recursos y riquezas de amplias mayorías al capitalismo concentrado y monopólico. Es decir, no sólo ganaron en aquellos años la pulseada los sectores de la especulación financiera y el área de servicios, sino que al interior de esos rubros obtuvieron mayor rendimiento las grandes empresas en detrimentos de las pequeñas y medianas que no podían hacer frente a la arrolladora lógica monopolizadora del mercado desatado a sus propias fuerzas maléficas.
Ese modelo perverso implosionó en diciembre de 2001 y
se llevó puestos los deseos imaginarios de una Argentina del Primer
Mundo. En 2003 se inició un proceso lento de descentralización
empresaria –que no impidió la extranjerización de compañías– pero sobre
todo de florecimiento de las pequeñas y medianas empresas; y también se
generó una necesaria agenda –a través de la intervención estatal– de
redistribución de la riqueza, de crecimiento sumado a una nueva relación
de capital y trabajo –gracias a la recuperación de la herramienta de
las paritarias–.
El año 2011 presenta un nuevo desafío para los argentinos. La profundización del modelo necesita de una relación dialéctica entre crecimiento productivo y redistribución de la riqueza. Pareciera ser que ya no es posible redistribuir –sin generar presión sobre la economía– sin pensar en las formas en que se generarán esa riqueza. Y, obviamente, si ese crecimiento económico se abandona simplemente al derrame de sus beneficios se trataría de otro modelo y no del modelo nacional y popular que votó la mayoría de los argentinos en las primarias, por ejemplo.
¿Por qué la foto de la presidenta flanqueada por De Mendiguren y Moyano es tan importante? Porque patentiza la posibilidad de un compromiso –un Pacto de La Moncloa sustancial y no meramente discursivo– sobre la estrategia como unidad nacional que tomará en los próximos años nuestro país. La última vez que se delineó la probabilidad cierta de un Pacto Social fue en el año 1973 con el Plan Gel-bard pero la dinámica política y la crisis del petróleo destrozaron esa experiencia. ¿Y por qué es esencial ese compromiso? Sencillo, porque no hay país en el mundo que no haya encontrado su destino sin una alianza de sectores que permita incluir en ese proyecto a la mayor cantidad de sectores posibles. La novedad de la hora es la previsibilidad: la Argentina ya lleva ocho años del mismo modelo y todo indica que seguirá al menos por cuatro años más. Esto permite al empresariado nacional tener un horizonte de negocios sobre el cual realizar sus estrategias de crecimiento y de generación de empleo. Y, sobre todo, volver a invertir en el país, repatriando los excedentes que duermes en cuentas bancarias extranjeras.
En la vocación del empresariado vernáculo por exportar sus ahorros hay cierta tilinguería cultural, pero tiene razón la presidenta cuando reconoce que la política ha cambiado las reglas de juego permanentemente –industrialismo, desindustrialismo, tipos de cambio, proteccionismo, neoliberalismo– en un deporte histérico que terminó mareando a propios y ajenos. Claro es que esos cambios políticos son también el resultado de una interna en la propia clase económica dirigencial que ha sabido hegemonizar su proyecto de país y que utilizó a la clase política o al brazo militar para asegurar su rentabilidad en una mirada cortoplacista que terminó hundiendo a la Nación a costa de unos pocos empresarios relativamente enriquecidos y convertidos en miserables conductores de un país que fue a la quiebra en 2001.
En ese marco, la voluntad del empresario chico y mediano –el más nacional del sector industrial– quedó a veces entrampado por su erróneo cálculo de clase y la mayoría preso de las decisiones que tomaron los empresarios más poderosos que, además de tener una llegada mucho más fluida a la Casa Rosada en términos históricos, han diseñado las políticas sectoriales por la sencilla razón que son los que financian los grupos de presión como la UIA, AEA, entre otras.
En la foto del jueves no hay que dejar pasar el dato de que la cena de la UIA fue en Tecnópolis. El mensaje es contundente: el futuro de la industria está en el desarrollo y la aplicación de los adelantos científicos y tecnológicos, es decir en el paroxismo del valor agregado a las manufacturas.
Pero también hay que prestar atención a la centralidad de Cristina Fernández como la representante del Estado conductor y garante del compromiso social de los distintos sectores. La presidenta es la representante de todos los argentinos y es el apoyo masivo que cosechó en las primarias, y que seguramente se ampliará el 23 de octubre, el que le permite imponer su rol de estratega. Es decir, ella está por encima de las diferencias sectoriales actuando por el imperio de la voluntad democrática de los argentinos que emitieron su voto.
(Digresión: ¿Se entiende, entonces, la maniobra desestabilizadora de los medios hegemónicos y algunos políticos opositores de desprestigiar la calidad democrática de las primarias? Porque sin un poder fuertemente legitimado, las corporaciones y los sectores económicos tienen la posibilidad de prevalecer sobre la política).
Intuyo que detrás del rumbo marcado por la presidenta –“ruralidad industrial”–se encuentra la estrategia de crecimiento a partir de la articulación de los distintos sectores productivos: el complejo agroindustrial (alimentos, maquinarias), con el tecnológico industrial, con la fuerza de los trabajadores, sumado a la proyectividad que puedan aplicar la intelectualidad y el conocimiento académico y científico. Y todos ellos conducidos, enhebrados, por la política personificada en la jefa de Estado.
En una vieja conferencia que ofreció José Ortega y Gasset en nuestro país, luego de enumerar las virtudes de estas tierras y su gente, realizó una crítica furibunda: Nos dijo que perdíamos el tiempo en abstracciones inconducentes y que debíamos concentrarnos en la realidad. La fórmula que eligió fue el célebre “¡Argentinos, a las cosas!” Décadas después, durante la larga noche de la dictadura, Mario Roberto Santucho lanzó un manifiesto desde la clandestinidad que proclamaba “¡Argentinos, a las armas!” Era entendible. Nuestra patria había vivido los últimos 50 años entre abstracciones y violencias.
El año 2011 presenta un nuevo desafío para los argentinos. La profundización del modelo necesita de una relación dialéctica entre crecimiento productivo y redistribución de la riqueza. Pareciera ser que ya no es posible redistribuir –sin generar presión sobre la economía– sin pensar en las formas en que se generarán esa riqueza. Y, obviamente, si ese crecimiento económico se abandona simplemente al derrame de sus beneficios se trataría de otro modelo y no del modelo nacional y popular que votó la mayoría de los argentinos en las primarias, por ejemplo.
¿Por qué la foto de la presidenta flanqueada por De Mendiguren y Moyano es tan importante? Porque patentiza la posibilidad de un compromiso –un Pacto de La Moncloa sustancial y no meramente discursivo– sobre la estrategia como unidad nacional que tomará en los próximos años nuestro país. La última vez que se delineó la probabilidad cierta de un Pacto Social fue en el año 1973 con el Plan Gel-bard pero la dinámica política y la crisis del petróleo destrozaron esa experiencia. ¿Y por qué es esencial ese compromiso? Sencillo, porque no hay país en el mundo que no haya encontrado su destino sin una alianza de sectores que permita incluir en ese proyecto a la mayor cantidad de sectores posibles. La novedad de la hora es la previsibilidad: la Argentina ya lleva ocho años del mismo modelo y todo indica que seguirá al menos por cuatro años más. Esto permite al empresariado nacional tener un horizonte de negocios sobre el cual realizar sus estrategias de crecimiento y de generación de empleo. Y, sobre todo, volver a invertir en el país, repatriando los excedentes que duermes en cuentas bancarias extranjeras.
En la vocación del empresariado vernáculo por exportar sus ahorros hay cierta tilinguería cultural, pero tiene razón la presidenta cuando reconoce que la política ha cambiado las reglas de juego permanentemente –industrialismo, desindustrialismo, tipos de cambio, proteccionismo, neoliberalismo– en un deporte histérico que terminó mareando a propios y ajenos. Claro es que esos cambios políticos son también el resultado de una interna en la propia clase económica dirigencial que ha sabido hegemonizar su proyecto de país y que utilizó a la clase política o al brazo militar para asegurar su rentabilidad en una mirada cortoplacista que terminó hundiendo a la Nación a costa de unos pocos empresarios relativamente enriquecidos y convertidos en miserables conductores de un país que fue a la quiebra en 2001.
En ese marco, la voluntad del empresario chico y mediano –el más nacional del sector industrial– quedó a veces entrampado por su erróneo cálculo de clase y la mayoría preso de las decisiones que tomaron los empresarios más poderosos que, además de tener una llegada mucho más fluida a la Casa Rosada en términos históricos, han diseñado las políticas sectoriales por la sencilla razón que son los que financian los grupos de presión como la UIA, AEA, entre otras.
En la foto del jueves no hay que dejar pasar el dato de que la cena de la UIA fue en Tecnópolis. El mensaje es contundente: el futuro de la industria está en el desarrollo y la aplicación de los adelantos científicos y tecnológicos, es decir en el paroxismo del valor agregado a las manufacturas.
Pero también hay que prestar atención a la centralidad de Cristina Fernández como la representante del Estado conductor y garante del compromiso social de los distintos sectores. La presidenta es la representante de todos los argentinos y es el apoyo masivo que cosechó en las primarias, y que seguramente se ampliará el 23 de octubre, el que le permite imponer su rol de estratega. Es decir, ella está por encima de las diferencias sectoriales actuando por el imperio de la voluntad democrática de los argentinos que emitieron su voto.
(Digresión: ¿Se entiende, entonces, la maniobra desestabilizadora de los medios hegemónicos y algunos políticos opositores de desprestigiar la calidad democrática de las primarias? Porque sin un poder fuertemente legitimado, las corporaciones y los sectores económicos tienen la posibilidad de prevalecer sobre la política).
Intuyo que detrás del rumbo marcado por la presidenta –“ruralidad industrial”–se encuentra la estrategia de crecimiento a partir de la articulación de los distintos sectores productivos: el complejo agroindustrial (alimentos, maquinarias), con el tecnológico industrial, con la fuerza de los trabajadores, sumado a la proyectividad que puedan aplicar la intelectualidad y el conocimiento académico y científico. Y todos ellos conducidos, enhebrados, por la política personificada en la jefa de Estado.
En una vieja conferencia que ofreció José Ortega y Gasset en nuestro país, luego de enumerar las virtudes de estas tierras y su gente, realizó una crítica furibunda: Nos dijo que perdíamos el tiempo en abstracciones inconducentes y que debíamos concentrarnos en la realidad. La fórmula que eligió fue el célebre “¡Argentinos, a las cosas!” Décadas después, durante la larga noche de la dictadura, Mario Roberto Santucho lanzó un manifiesto desde la clandestinidad que proclamaba “¡Argentinos, a las armas!” Era entendible. Nuestra patria había vivido los últimos 50 años entre abstracciones y violencias.
El Bicentenario ha
diseñado un país sutilmente diferente al de 2001, por ejemplo. Quizás
tantos traumas colectivos, quizás años de batalla cultural han
formateado la posibilidad –tan solo la posibilidad– de que la dirigencia
política y empresaria hayan comprendido algo de lo que nos intentó
enseñar nuestro pasado reciente. En 2001, nuestro país tenía una sola
bala de plata –Indio Solari dixit–.
El viernes, The New York Times le
aconsejó al presidente estadounidense Barack Obama que aplique la receta
argentina para salir de la crisis. Pasaron apenas diez años. Hoy, tras
la recuperación del empleo, de las mejoras en las condiciones sociales,
del crecimiento económico, quizás –después de tantos forcejeos– y
acomodamientos, sea tiempo de reformular la proclama de Ortega y Gasset y
decir con un entusiasmo no exento de prudencia y de recelo:
¡Argentinos, a trabajar!
Hernán Brienza
fuente El Argentino