Desde su llegada al Plata, el coronel José de San Martín venía soñando y planeando este momento. Allí estaban, expectantes, tensos, pero cargados de bríos y coraje, sus hombres… los miembros del joven regimiento de Granaderos a Caballo. No había pasado ni un año desde su creación, que los Granaderos ya debían afrontar los rigores de los campos de batalla. Pero allí estaban, todos buscando, en el rostro adusto y curtido de su jefe, esas muestras de confianza que encienden la llama sagrada de los ejércitos. Y San Martín, cual rayo de luz, encendería el fuego de la victoria.
Le habían dado la orden de perseguir a una escuadra española que asolaba las costas santafesinas. El objetivo era atacarlos cuando desembarcaran para saquear alguno de los puntos habitados, que carecían de defensas y eran presa fácil para los realistas. San Martín aprontó sus soldados y salió al galope tendido hacia las costas del Paraná. Como un designio en su vida, el río Uruguay lo había visto nacer a la vida en su Yapeyú natal, y el río Paraná lo vería nacer a la vida militar rioplatense con su primera acción gloriosa.
Los Granaderos prácticamente volaron en sus caballos para alcanzar al enemigo en el convento de San Carlos, ubicado en el poblado de San Lorenzo, en donde una playa amplia permitía el desembarco de las tropas españolas. San Martín ocultó a sus Granaderos en el convento y ordenó silencio, quietud y nada de fogatas. Al día siguiente, 3 de febrero, sorprendería a los realistas con una fantasmagórica aparición.
Febo asoma, le dijo su ayudante, mientras le acercaba un matecocido caliente. Las tropas están listas, pensó, confiado, San Martín. Reunió a sus hombres e impartió las instrucciones básicas: atacaremos en dos columnas, les dijo con firmeza. Yo conduciré la primera y el capitán Bermudez, liderará la segunda. Bermúdez, exclamó el futuro Libertador, Ud. debe caer por el flanco del enemigo y arrollarlos. Hasta tirarlos por el barranco, no pare, le ordenó. Todo estaba listo en San Lorenzo.
Los realistas desembarcaron confiados y marcharon en dos columnas hacia el convento en donde esperaban encontrar solícitos frailes. A mitas de camino, el clarín, estridente sonó, cuando el gran jefe, a degüello ordenó. San Martín se lanzó, como un rayo, a la cabeza de su pelotón. Sus hombres, tardaron un instante en reaccionar, extasiados con la imagen ecuestre y aguerrida del hombre que blandía el sable corvo por los aires. Ese instante de expectación, dejó a San Martín unos metros por delante de sus hombres. Por un momento, parecía que un solo hombre, como un rayo, caería sobre los invasores.
Los españoles, apenas si atinaron a formar en cuadro y a cargar sus cañones. El único disparo de metralla que llegaron a hacer, embistió contra el jinete que avanzaba como un rayo. El caballo rodó por el campo y el coronel San Martín quedó a merced del enemigo. Los soldados Juan Bautista Cabral y Juan Bautista Baigorria, lo rescataron del inerte cuerpo de su caballo y así, salvaron su vida y la vida del continente.