Garganta polémica, por Silvia Torres

Los topónimos, es decir los nombres propios de los lugares, tienen que ver en muchos casos con las culturas originarias de América y perduraron a través de siglos a pesar de la colonización cultural, que no los pudo cambiar rebautizando lugares paradigmáticos con palabras del idioma invasor. Sin duda que, en la supervivencia de esos nombres, radicó en gran medida la resistencia a la colonización cultural que aún hoy pretende avanzar valiéndose de la ignorancia propia y del pueblo.



El comentario viene a cuento en virtud de la sugerencia del cantante pop Ricardo Montaner, quien, en su paso por Misiones, sugirió que la Garganta del Diablo de las Cataratas del Iguazú debía llamarse Garganta de Dios ya que, según su criterio, un fenómeno tan bello no debiera tener el nombre del Diablo.



La opinión, que consideramos absolutamente desafortunada, se sustenta en la ignorancia del cantante acerca del origen del nombre, algo que pone en evidencia que Montaner tiene más habilidad para facturar que para ser un artista popular, es decir, el creador que bebe la sustancia artística en las hondas raíces del pueblo. Por eso, no debe extrañar que sugiera semejante disparate ya que, de aplicarse su teoría, todos los grandes accidentes geográficos debieran llevar el nombre de Dios, con lo cual habría, por lo menos, una gran confusión para identificar lugares en el mundo.



El nombre con el que se reconoce a la espectacular caída de agua del río Iguazú -¿o también debiera ser el río de Dios?-, hunde sus raíces en lo más remoto de la cultura guaraní que elaboró una bella leyenda para bautizar esa maravilla de la naturaleza, en la que se cuenta la existencia de un entrañable amor entre una princesa y un príncipe guaraní. Ese sentimiento provocó la envidia del Diablo quien, para evitar la concreción de ese amor convirtió a la joven en cascada y al varón en la vegetación que la entorna, lo cual garantizaba la proximidad de ambos, pero no la consagración humana de ese amor. Sin embargo, la aparición de decenas de arco iris por efecto de la luz que refracta en la llovizna que provoca la caída, unió a ésta con la vegetación burlando la condena del Diablo.



Es indudable que Montaner no debe tener la más mínima idea de la razón del nombre de la majestuosa cascada, como tampoco que su propuesta no fue la única, ya que, el descubridor de las Aguas Grandes, Alvar Núñez Cabeza de Vaca, bregó por cambiarle el nombre por el de Santa María.



La propuesta causó su revuelo en la provincia y provocó una seguidilla de opiniones de funcionarios de distinto nivel en tono casi siempre dubitativo, porque, ¿quién puede negarse que algo lleve el nombre de Dios? Sin embargo, la opinión más sensata fue la de monseñor Martínez, obispo de Posadas, quien manifestó que “no es algo demasiado importante, es una cuestión histórica que no hace al tema de la fe ni nada por estilo, lo importante es la maravilla que tenemos”.



O sea, lo que dice el Monseñor, es que no es necesario ser “más papista que el Papa”. Y también, viene a cuento un viejo dicho de los mayores, toda vez que se escuchaba algún dislate como el vertido por el cantante: “En boca cerrada, no entran moscas”.
Silvia Torres