Durante muchos años, a los argentinos nos
han intentado hacer creer que la guerra de Malvinas fue un paseo para el
poderoso ejército inglés y sus aliados de la OTAN. Si bien nuestro país dio la
enorme ventaja de contar con una conducción estratégica paupérrima y cobarde,
la realidad del conflicto armado no fue tan sencilla. De hecho, durante las
primeras semanas del conflicto, las cosas se hicieron en verdad complicadas,
tanto, como para que hablemos de que, en Malvinas, la guerra fue palo por palo.
Luego del hundimiento del Belgrano y de la
consecuente derrota naval argentina, la Armada esperaba con ansias la
posibilidad de vengar la afrenta. Esa ocasión se presentó en la madrugada del 4
de mayo, cuando un avión Neptune de reconocimiento detectó en su radar un grupo
de tareas inglés que operaba al sur de la isla Soledad. Mediante breves
barridos de radar y constantes cambios de rumbo, el Neptune permaneció con su “duende”
en la pantalla durante casi seis horas.
A las 9.45 se ordenó el despegue de dos
Super Etendard armados con un Exocet cada uno. Luego de ser reabastecidos por
un Hércules de la FAA, continuaron su vuelo a ras de las olas y en estricto
silencio de radio. A las 10.30 recibieron del Neptune la ubicación precisa del
enemigo, que se encontraba a unos 50 kilómetros por delante de los aviones
argentinos.
A las 11.04 los pilotos oprimieron el botón
de lanzamiento, sintieron el sacudón producido por el desprendimiento del
proyectil y automáticamente viraron 180° para regresar a la base.
A una velocidad de más de 1.000 kilómetros
por hora, y pegados contra las olas al igual que el pez volador Exocoetus, del
que toma su nombre, los misiles debían impactar contra los barcos ingleses en
menos de dos minutos. A diez kilómetros del blanco, el misil encendía su radar
para confirmar la ubicación del blanco, único momento en que las defensas
podían detectar su presencia en el área.
Mientras el Exocet avanzaba a gran
velocidad hacia su blanco, el destructor Sheffield tenía desconectados sus
radares Bedstead 965 de vigilancia aérea y 909 de rastreo de blancos, debido a
que en ese instante mantenía una comunicación cifrada con el cuartel general en
Northwood. Esa distracción les costaría caro.
Pablo Camogli